https://youtu.be/faCHB7TqNHQ
En el siguiente link conocerán quién soy presentando lo que verán en este humilde pero entretenido blog de misterio y horror
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By: Joshua Tapia Atilano
Les preparó el almuerzo y salieron a la calle apresuradas. Como cada día, llevaba a sus hijas gemelas al colegio. Caminaban tarareando una canción y cogidas de la mano cuando el teléfono sonó desde su bolso. Era del trabajo. Respondió rápidamente y su interlocutor le pidió que acudiera de inmediato a la oficina. Había ocurrido algo grave, así que decidió que las niñas continuaran solas; conocían bien el camino. Las besó en la frente y emprendió la ruta de vuelta. Solo dio veinte pasos. A sus espaldas, el ruido de un fuerte golpe seguido de un frenazo hizo que volteara la cabeza con una expresión de horror en el rostro. Los cuerpos de las dos pequeñas yacían inertes bajo un camión. Todavía estaban cogidas de la mano.
La mujer se sumió en una profunda depresión de la que consiguió salir con un nuevo embarazo. Por ironía del destino, en su vientre estaban cobrando vida dos niñas gemelas. Cuando dio a luz, el asombroso parecido con sus hijas fallecidas sorprendió a más de un vecino. A medida que las pequeñas crecían, la madre se volvió más y más protectora. Le aterrorizaba la idea de que pudiera perderlas. Un día, de camino al colegio, las hermanas se adelantaron y corrían ante la atenta mirada de la mujer. En cuanto pusieron un pie en el asfalto, una férrea mano las detuvo con brusquedad. Entre sollozos desconsolados, su madre les rogó que no cruzaran nunca sin su permiso. “No pensábamos en hacerlo. Ya nos atropellaron una vez, mamá. No volverá a ocurrir”.
Desde entonces, algunos viajeros aseguran que al pasar por ese tramo unas interferencias se cuelan en la radio y se oye una misteriosa melodía: el tarareo de unas niñas.
By: Joshua Tapia Atilano
Una de las leyendas de terror más famosas de todo el mundo es la de Jack el Destripador. Es una historia real pero que tiene cierto aire de misticismo pues el caso sí existió pero jamás se ha sabido la identidad del asesino, hoy, su personalidad es toda una leyenda.
En 1888, el distrito de Whitechapel era uno de los barrios más pobres. Calles lúgubres, bares mugrosos y diversos burdeles con mujeres cuya única forma de supervivencia era la prostitución. Este barrio fue el elegido por el asesino en serie más temido de la historia: Jack El Destripador.
Solo fueron cinco asesinatos, pero las escenas eran tan dantescas que era inimaginable que un ser humano cometiera ese tipo de crímenes. La primera víctima de Jack El Destripador fue localizada el 31 de agosto de 1888, su nombre era Ane Mare Nichols de oficio prostituta, le había seccionado la tráquea y el esófago con un arma blanca. Además tenía las vísceras esparcidas en el cuerpo.
Las otras cuatro víctimas también eran prostitutas. Su segunda víctima fue Annie Chapman, sus intestinos estaban a un lado del cuerpo sobre su hombro derecho, y una parte de su estómago se encontraba junto al hombro izquierdo. La sangre esparcida por todo el cuerpo era inimaginable.
En un solo día, Jack El Destripador cometió otros dos asesinatos. Esto fue el 30 de septiembre de 1888 y sus víctimas también eran prostitutas. Elizabeth Stride, la primera de ellas, fue encontrada con una sola herida que atravesaba el cuello de lado a lado. Se cree que fue interrumpido mientras la degollaba porque no se había ensañado tanto. Y la segunda al parecer fue asesinada media hora después, su nombre era Catherine Eddowes, y en esta ocasión sí se ensañó porque la degolló, le mutiló la cara, le arrancó la nariz y tenía una herida que iba desde la vagina hasta el esternón, además le extrajo un riñón.
Su último crimen fue el peor de todos. Es uno de los asesinos más temibles de la historia. Además, recientemente –en abril de 2018– se subastó una carta que se cree fue escrita por el asesino y vendida en 30,000 USD.
By: Joshua Tapia Atilano
Una joven esperaba el autobús de noche en una de las marquesinas de la zona de Metropolitano, el principal núcleo de colegios mayores de la capital. La zona está rodeada de los parques que forman el campus universitario y, junto con las facultades vacías, logran un perfecto escenario de película de terror.
La espera de la joven fue interrumpida cuando un grupo de jóvenes, supuestamente de aspecto skinhead, que la sacó de sus pensamientos. Empezaron a hablar y a burlarse de ella y, después, comenzaron a forzarla. Para hacer aún más macabro el forcejeo, le dibujaron la 'sonrisa del payaso' para poder violarla sin que ella pudiese gritar.
Este tipo de tortura consiste en hacerle a la víctima un corte en cada lado de la comisura de los labios, de forma que si abre la boca para gritar, la herida se desgarra.
Los rumores de este tipo de agresión fueron tan fuertes que, en 2003, los directores de varios colegios mayores madrileños tuvieron una serie de reuniones para investigar e intentar poner fin a esta alarma que se extendía entre los jóvenes universitarios. Como la mayoría de las leyendas, no se pudieron contrastar los hechos, ya que ningún hospital de Madrid había registrado un paciente con ese tipo de agresión.
By: Joshua Tapia Atilano
Una adolescente está cuidando por primera vez a unos niños en una casa enorme y lujosa. Acuesta a los niños en el piso de arriba, y, cuando apenas se ha sentado delante de la televisión, suena el teléfono. A juzgar por su voz, el que llama es un hombre. Jadea, ríe de forma amenazadora y pregunta: “¿Has subido a ver a los niños?”.
La canguro cuelga convencido de que sus amigos le están gastando una broma, pero el hombre vuelve a llamar y pregunta de nuevo: “¿Has subido a ver a los niños?”. Ella cuelga a toda prisa, pero el hombre llama por tercera vez, y esta vez dice: “¡Ya me he ocupado de los niños, ahora voy a por ti!”.
La canguro está verdaderamente asustada. Llama a la policía y denuncia las llamadas amenazadoras. La policía pide que, si vuelve a llamar, intente distraerle al teléfono para que les de tiempo a localizar la llamada.
Como era de esperar, el hombre llama de nuevo a los pocos minutos. La canguro le suplica que la deje en paz, y así le entretiene. Él acaba por colgar. De repente, el teléfono suena de nuevo, y a cada timbrazo el tono es más alto y más estridente. En esta ocasión, es la policía, que le da una orden urgente: “¡Salga de la casa inmediatamente! ¡Las llamadas vienen del piso de arriba!”.
By: Joshua Tapia Atilano
Existen diferentes versiones, pero todas ellas tienen un denominador común: una joven enfundada en un vestido blanco. Cuenta la leyenda que un padre de familia volvía del trabajo a casa por la carretera de las Costas del Garraf. Era una noche lluviosa, el frío empañaba el parabrisas y el cansancio empujaba sus párpados hacia abajo. A medida que avanzaba por la carretera, las gotas golpeaban con más violencia los cristales de su coche, que perdía estabilidad en el serpenteante trazado del asfalto.
El hombre agudizó los sentidos y redujo la marcha. En ese mismo instante, los faros del vehículo iluminaron la figura de una chica que, empapada por la lluvia, esperaba inmóvil a que algún conductor se apiadara de ella y la llevara a su destino. Sin dudarlo ni un momento, frenó en seco y la invitó a subir. Ella aceptó de inmediato, y mientras se sentaba en el lugar del copiloto, el chofer se fijó en su vestimenta. Llevaba un vestido blanco de algodón arrugado y manchado de barro. Por su pelo enmarañado, parecía que llevaba un buen rato esperando.
Reanudó el viaje y empezaron una distendida conversación en la que la chica esquivó en varias ocasiones la historia de cómo había llegado hasta aquel lugar. Hasta que llegó el momento idóneo. Con una voz fría y cortante, le pidió que redujera la velocidad hasta casi detener el vehículo. “Es una curva muy cerrada”, le advirtió. El hombre siguió su consejo y, cuando vio lo peligroso que podría haber sido, le dio las gracias. Ella, con voz cortante y fría, le espetó: “No me lo agradezcas, es mi misión. En esa curva me maté yo hace más de 25 años. Era una noche como ésta.” Un escalofrío recorrió la espalda del hombre y erizó su piel. Cuando giró la vista hacia el copiloto, la joven ya no estaba. El asiento, sin embargo, seguía húmedo.
By: Joshua Tapia Atilano
Astaroth es a menudo representado como uno de los demonios que sirve como el “Gran Duque del Infierno“, aunque hay algún debate sobre si es un demonio o si fue simplemente traído a la existencia como un demonio cuando las religiones modernas de este mundo subieron al poder.
Se cree que los orígenes de Astaroth están enraizados en la diosa babilónica Astarté y que fue transformada en el demonio Astarté como una forma de socavar las creencias existentes. Por esta razón, es esencial conocer a Astarté y a otras diosas antiguas para entender plenamente a Astarté.
Debido al debate sobre los orígenes de Astaroth, hay varias variaciones diferentes de quién es él (o ella) en su verdadera forma. La mayoría de las versiones de las religiones dominantes (especialmente el cristianismo y el islam) afirman que Astaroth siempre ha sido un demonio.
Su explicación para la aparición de la criatura en los tiempos modernos es simplemente que como engañador, Astaroth tomó la forma de la diosa Astarté para ganar el favor de la gente. Se dice que comúnmente trata de ganarse a la gente a través de la pereza y la manipulación de la lógica.
Hay, sin embargo, otras religiones que ven a Astaroth como un demonio útil que no es necesariamente benevolente, pero tampoco es malo. Además, algunos escritos que mencionan a Astaroth parecen retratarlo como un ángel que se `se opone al demonio del poder'(Testamento de Salomón).
Astaroth según la religión moderna
Lo que se sabe de Astaroth según las principales religiones es que se dice que es parte de la primera jerarquía en el Infierno que está compuesta por una trinidad malvada (Astaroth, Belcebú y Lucifer Satanás). Astaroth es quizás una de las amenazas menores para la humanidad en lo que respecta al peligro físico, aunque parece que es aficionado a la manipulación y la corrupción de naturaleza intelectual.
Esto no quiere decir, sin embargo, que Astaroth no tenga un poder impresionante en las filas del infierno. Como uno de los Grandes Duques del Infierno (la trinidad malvada), Astaroth posee un inmenso poder que debe ser reconocido. Además de su puesto en la trinidad malvada, se cree que Astaroth comanda 40 legiones de demonios y espíritus, lo que sugiere que también es un respetado estratega militar.
Esto podría explicar por qué Astaroth es visto como un aliado político. A Astaroth también se le da un lugar que refleja su impresionante inteligencia como Tesorero del Infierno. Con estos títulos combinados, es fácil ver por qué este demonio es tan temido y respetado.
Se dice que cuando Astaroth es convocado, está dispuesto a compartir su gran conocimiento del pasado, presente, futuro e intereses intelectuales. Sin embargo, cuando se convoca a Astaroth, es importante tomar precauciones. Este demonio es conocido por su aliento maloliente que se dice que es fatal en los encuentros.
Para protegerse del aliento de Astaroth, se dice que un anillo encantado hecho de plata pura puede ser usado como protección. Este anillo debe ser sostenido debajo de la nariz del invocador para asegurar que el individuo permanezca protegido durante toda la interacción con Astaroth. Si no lo hace, el resultado será la muerte.
Manifestaciones de Astaroth
Sin embargo, si fueras capaz de convocar a Astaroth, te darías cuenta de que el demonio es muy comunicativo con la información y siempre responde con la verdad. Se dice que Astaroth es especialmente aficionado a contar a la gente la historia de la creación y la historia de la caída de los ángeles y del viejo mundo. Aunque esto parece estar fuera de lugar con el comportamiento que se esperaría de un Gran Duque del Infierno, es posible que este demonio tenga un motivo oculto.
Cada historia de un encuentro con Astaroth se dice que tiene al menos un punto en el tiempo en el que el Duque se muestra muy molesto por haberse convertido en un demonio y parece pensar que ha sido juzgado mal. Él dirá toda la verdad de la historia de su caída, aunque a menudo se empeñará en demostrar por qué está siendo injustamente juzgado y castigado.
Hay opiniones contradictorias sobre por qué Astaroth es conocido por defender su caso con tanta frecuencia. Aquellos que siguen las opiniones de las principales religiones afirman que Astaroth usa su conocimiento para manipular la verdad de su caída y llevar a otros a la tentación y, eventualmente, a la condenación eterna. Otros creen que Astaroth es una víctima y que su imagen ha sido malinterpretada con el tiempo.
Para decir lo menos, la visión sobre su apariencia como demonio es interesante porque no está claro si se ha ganado este título porque una vez fue un ángel que fue echado fuera del favor del creador, o si es un demonio porque una religión o cultura encontró necesario cambiar su verdadera identidad. De cualquier manera, el Gran Duque tiene claro que el castigo que se le ha dado es injusto, aunque la mayoría de los que creen en Astaroth lo atribuirán a uno de sus trucos.
Conocimiento
Si se le pregunta, Astaroth dirá cualquier verdad concerniente al pasado, presente o futuro. También se apresura a ayudar a otros a adquirir conocimientos sobre cualquier cosa que implique actividades intelectuales y está especialmente ansioso por ayudar con cuestiones de ciencia. Aquellos que lo adoraban en varias culturas antiguas eran conocidos por su florecimiento y por sus sociedades intelectuales.
Astaroth también es conocido por ser un gran mentor al que acudir si necesita ayuda, especialmente si esa ayuda es necesaria para establecer importantes conexiones políticas o comerciales. Según muchas leyendas, Astaroth sirve de consejo tanto a los humanos como a los demonios, aunque parece tener preferencia por los asuntos humanos. Esto se debe posiblemente a que Astaroth parece tener conciencia a la hora de dar consejos y no quiere que su sabiduría se asocie con malas intenciones o malas intenciones.
Curiosamente, aunque Astaroth es considerado parte de la trinidad malvada, sólo está dispuesto a dar poder a aquellos que buscan su ayuda para realizar buenas obras. Se dice que si alguien intenta llamarlo por malas intenciones, se negará a prestarle ayuda.
Además, muchas personas afirman que Astaroth sólo aparecerá ante aquellos que lo ven como la diosa Astarté. Cualquiera que no la reconozca como una diosa y trate de invocar a Astaroth en forma de demonio es usualmente ignorado, aunque hay una pequeña cantidad de historias de éxito.
Apariencia física
Los relatos de la apariencia de Astaroth difieren dependiendo de los textos en los que usted confía: los de la religión principal que describe a Astaroth, o los de la religión primitiva que describe a Astarté.
Los textos que describen a Astaroth lo describen como un ángel miserable. La Llave Menor de Salomón describe a Astarot de la siguiente manera:
“El vigésimo noveno Espíritu es Astaroth. Él es un Duque Fuerte y Poderoso, y aparece en la forma de un Ángel hiriente cabalgando sobre una Bestia Infernal como un Dragón, y llevando en su mano derecha una Víbora. No dejes que se acerque demasiado a ti, al menos que te haga daño con su aliento nocivo”. Otros relatos mencionan que Astaroth puede tener alas con cuernos y a menudo notan la naturaleza sombría del ser.
Los relatos que describen a Astarté, sin embargo, no podrían ser más diferentes. A Astarté se le llamaba comúnmente la “Reina del Cielo” y a menudo se la describe como una persona de pelo largo y dorado, bastante alta y rodeada de una mezcla de blanco y oro.
By: Joshua Tapia Atilano
Cada día me da más miedo el teléfono que suena a deshoras, el timbrazo que salta como una hoja afilada y rompe la quietud y el silencio o desbarata el sueño con una sugestión de alarma que es todavía mayor porque me deja extraviado entre la inconciencia y la vigilia. Abro los ojos y tardo en saber dónde estoy: a veces ni siquiera sé identificar el sonido que me ha sobresaltado, si es el despertador o el teléfono, o el timbre de la puerta. Lo que sí sabe uno por instinto, por un aprendizaje que se afianza con los años, es que probablemente esos timbrazos no son el augurio de una buena noticia. A veces uno se cambia de casa y al principio suenan a deshoras llamadas para el antiguo propietario, o para el titular del número de teléfono que uno sin saberlo ha heredado. Levanto el auricular con el corazón agitado y oigo una voz extraña que pregunta por alguien de quien no sé nada. Digo "Quién es", medio dormido todavía, a pesar de la alarma, y nadie contesta, o escucho el pitido regular de un fax que estarán intentando enviar desde una oficina en la que rige otro huso horario.
El 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, ya estaba medio despierto cuando sonó el teléfono, a las nueve en punto de la mañana. Las tres de la tarde en España, la hora del tardío almuerzo español y del principio de los telediarios. El teléfono tiene una manera brutal de irrumpir en la vida cotidiana de uno. Hablando con personas que han perdido a seres queridos en atentados terroristas observo que siempre recuerdan el instate en que una llamada de teléfono fue el primer signo de una amptación de la que ya no iban a recuperarse, como la primera punzada de dolor que avisa a un organismo de una enfermedad irreversible. En la mañana del 11 de septiembre hubo en Nueva York un vendaval de pitidos de teléfonos que iban dilatando por la ciudad y luego por el mundo la onda expansiva de la catástrofe. Nos llamaban con pánico desde nuestro lejano país, llamábamos para asegurar que estábamos bien, mientras hubo tiempo y tuvieron línea los teléfonos. Pero después vino el silencio y fue todavía más temible. Nadie llamaba, no se podía llamar a nadie. Contaron luego los bomberos que escuchaban pitidos de teléfonos móviles entre los escombros de las Torres Gemelas. Y hubo llamadas casi desde el otro lado de la muerte, desde los aviones que estaban a punto de alcanzar su destino apocalíptico: suena un teléfono a una hora inesperada y es una azafata que está llamando a su marido para decirle que el avión en el que viaja ha sido secuestrado y está a punto de estrellarse. Hemos oído grabaciones de esas voces, mucho tiempo después, y no podemos imaginar qué sintió el hombre que escuchaba desde este lado, el que seguramente estaba en la misma casa que la mujer ya casi muerta había abandonado con toda normalidad unas horas antes, camino del trabajo. Un beso, un gesto de adiós y la puerta que se cierra, y el hombre ni siquiera levanta la cabeza del periódico y no sabe que ese adiós de todos los días es una despedida final. Llamaban los vivos y parecía que también llamaran los fantasmas de los muertos. Se publicó una historia macabra que luego resultó falsa, pero que tuvo una inmediata cualidad de escalofrío: una mujer contaba que su marido la estaba llamando desde un garaje o un sótano sepultado por las ruinas, pedía ayuda, exigía que alguien fuera a ayudarle antes de que se agotara el oxígeno y su refugio se convirtiera en una tumba.
También han contado eso en Madrid: en los primeros minutos, después de las explosiones en los trenes, entre la chatarra humeante, los cristales rotos, los gritos de los heridos, el humo y los cadávares, se escuchaban llamadas de teléfonos móviles que nadie iba ya a responder. Todo empieza y acaba en eso, en el sonido de un teléfono, que puede tener esas variedades caprichosas de sintonías que se escuchan ahora, y que tanto nos irritan. Una rapsodia húngara de Brahms, el Para Elisa, un allegro de las Cuatro Estaciones, la parte rápida de la obertura de Guillermo Tell. Cualquier sintonía es buena para anunciar la desgracia, para avisarnos de que una vida se ha roto o de que lo que parecía más seguro y más familiar en nuestro mundo se ha convertido súbitamente en un paisaje de ruinas, en el escenario de una matanza. El terrorista sabe lo que ignoramos nosotros, que el apocalipsis puede ocurrir, se acerca a su cumplimiento con la fatalidad de una cuenta atrás en el disparo de un cohete. El mundo soberbio y corrompido que tanto escandaliza a su cerebro fanático puede ser fácilmente aniquilado, purificado por el fuego, reducido a cenizas.
El jueves 11 de marzo yo no estaba en Madrid. Otro teléfono, unos pocos días antes, me había despertado en mitad de la noche. La madrugada entre el domingo y el lunes. Un domingo apacible y soleado de Madrid, uno de esos días de fiesta en los que la calma de la ciudad parece que se corresponde con la que a veces logra uno dentro de sí mismo. Una quietud de holganza, de tareas gustosas y menores, cuidar un jardín o poner orden en una biblioteca, cocinar un plato de cierto compromiso, preparar la mesa para la eucaristía terrenal y laica de una comida con personas muy próximas. El mundo parece estar bien hecho, como en un poema de Jorge Guillén, bien hecho y con fundamentos sólidos, con la liviandad de una música bailable, con una tranquilizadora virtud de duración. La tarde declina demasiado pronto hacia la noche, un frío inesperado disuelve la tibieza del aire. La melancolía de un presentimiento laboral acaba tiñendo siempre los anocheceres de domingo.
Pero esta vez el lunes llegó con una anticipación cruel, en mitad de la noche, mucho antes de que amaneciera. Suena un teléfono a deshoras, a las tres de la madrugada, y una parte firme de la vida se derrumba como una torre de cristal. Una presencia sólida y querida se convierte en ausencia de un momento a otro, nos ha sido robada a traición por la muerte mientras nosotros dormíamos, mientras disfrutábamos el descanso gustoso de las tareas y los placeres del domingo.
Qué miedo da ahora el teléfono, su forma doméstica, el aire inocuo con que permanece sobre la mesa de noche, junto a la lámpara y el libro, tramposamente agrupado con ellos, un espía o un criminal del que nadie sospecha, y del que luego dicen los vecinos, cuando se lo han llevado con la cara tapada, con la cabeza cubierta por una bolsa negra de plástico, que parecía un buen chico y saludaba con educación a todo el mundo, quién iba a pensarlo. Queremos creer que el enemigo, el terrorista, viene de fuera y de muy lejos. La negrura de su conciencia, la crueldad de sus actos, su celebración de la sangre, son demasiado obscenos como para existir en este mismo espacio que nosotros habitamos, en el tiempo de nuestras mismas vidas. Y luego descubrimos que esa cara en las fotos que difunde la policía se parece extraordinariamente a la de cualquiera, incluso es una cara con un aire ostensible de rectitud o de bondad, la máscara necesaria para pasar inadvertido entre las víctimas futuras. Henri Parot, uno de los criminales más sanguinarios de eta, que fue detenido cuando preparaba en Sevilla una carnicería con más de seiscientos kilos de explosivos, tenía una cara tan limpia de bondad que sus vecinos en el pueblo del sur de Francia donde vivía tardaron mucho en aceptar que no era un viajante de comercio. Cuando los hombres de la Gestapo lo detuvieron, Jean Améry descubrió algo que nunca habría imaginado: que no tenían caras de verdugos de la Gestapo, sino de personas comunes. Una ortodoxia entre sociológica y tercermundista quiere que el terrorismo islámico sea la consecuencia de una extrema pobreza que alimenta reacciones de desesperación y rebeldía, de religiosidad fanática, pero hasta ahora los terroristas que vamos conociendo no son precisamente pobres, no han padecido los estragos de una educación ruda y retrógrada. Mohamed Atta y muchos de los que iban con él en los aviones del 11 de septiembre pertenecían a una clase de burguesía de herencia tan cosmopolita como la egipcia, habían estudiado carreras difíciles en universidades europeas, habían vivido largamente en grandes ciudades occidentales y disfrutado con notoria dedicación las libertades, las comodidades y los placeres de países desarrollados y abiertos. Los extremos más inauditos de barbarie los conciben con frecuencia mentalidades universitarias y viajadas, y las ideologías de los mayores tiranos y matarifes antioccidentales, como ha observado Ian Buruma, han sido alimentadas por el pensamiento occidental: Abimael Guzmán no era un indio campesino y hambriento, sino un profesor universitario, y Pol Pot no adquirió su versión milenarista y genocida del comunismo en las selvas de Camboya, sino en la universidad de la Sorbona. ¿Cuántos profesores, literatos, hijos de la más cultivada burguesía italiana, había en las filas de las Brigadas Rojas?
Tampoco parece que los terroristas de Madrid fueran emigrantes clandestinos, exasperados por la marginación, gastados por la miseria de los trabajos que nadie quiere, asustados de un mundo demasiado complejo en el que sus mentes campesinas se sintieran perdidas. Llevaban años prósperamente instalados en España, administraban negocios, habían estudiado carreras. No hay nada amenazante o turbio en sus caras, nada que delate resentimiento o pobreza: la que da más miedo de todas es la de ese hombre joven, de piel tan clara que parece europeo, con un corte de pelo moderno, con unas gafas de montura liviana. A uno de ellos sus estudios de ingeniería química le serían útiles para preparar la matanza; al otro, su familiaridad con la tecnología de los teléfonos móviles, los que provocaron la carnicería con su simple sonido. Qué sintonías habrían elegido para ellos: quién llegaría a escucharlas, en el interior de una mochila abandonada en el tren, un segundo antes de morir.
Salían cada mañana a la calle, saludaban a sus vecinos en el barrio popular y desastrado de Lavapiés. Señoras con rulos y batas de boatiné y comerciantes africanos de piel muy oscura y túnicas policromadas, músicas árabes y chinas y partidos de fútbol en los aparatos de radio, olores de calamares fritos mezclados con vaharadas de sándalo y humo de grasa quemada de cordero y de especias muy fuertes. Éxtasis de multiculturalismo para turistas concienciados, que prefieren no ver las dificultades de acomodo en un espacio demasiado estrecho de este aluvión inabarcable de recién llegados, las tensiones que provoca un cambio demasiado rápido en los grupos más frágiles de la población nativa, jubilados asustadizos y trabajadores pobres. Y también lo innombrable, las mafias que se emboscan entre los inmigrantes y hacen de ellos sus víctimas principales, la delincuencia que no se puede mencionar para que no se levanten sospechas virtuosas de racismo, pero que se ceba sobre todo en los más débiles, en los compatriotas mismos de los malhechores.
Nada más fácil que camuflarse en esta gran riada. Algo ha estado sucediendo, preparándose, mientras nosotros dormíamos, mientras no prestábamos atención, y cuando suena el teléfono ya es demasiado tarde y nos damos cuenta con estupor y remordimiento de que hubiéramos debido mantenernos en vela, vigilar las señales que nos avisaban y que no quisimos ver, por pereza, por falta de atención, por la creencia aletargada de que siempre habrá tiempo para remediar cualquier cosa, para decir lo que hemos callado. El jueves 11 por la mañana la llamada interrumpió un sueño turbio de fatiga y somníferos, después de noches en vela, ensombrecidas por el luto. Suena el teléfono y uno quisiera creer que no ha abierto los ojos a una realidad ahora irreconocible, sino a otro sueño que se disipará pronto, y en el que habrá la misma luz anterior a la primera llamada, al primer sobresalto, la misma confianza en la perduración y la firmeza de las cosas, en la ilimitada disponibilidad de un tiempo en el que nos será posible corregir cualquier error, disipar un malentendido, compensar cualquier ingratitud. Como el 11 de septiembre en Nueva York, la realidad a la que uno acababa de ser devuelto por la llamada parecía empeñarse en una perfecta indiferencia hacia el horror que nos estaban contando. Nada cambia, la luz que entra por la ventana es la misma, la pesada inercia de la conciencia y del cuerpo te mantienen anclado a una normalidad que para muchas otras personas ha sido abolida. Nadie sabe plenamente qué está pasando, nadie puede todavía hacer cuentas, calcular con precisión la magnitud de lo inconcebible. Miraba el televisor, sentado en la cama, el teléfono móvil todavía en la mano, oyendo hablar de explosiones y de un número cada vez más increíble de cadáveres. Hay que llamar urgentemente, repasar la lista de los familiares, de los amigos cercanos, asegurarse de que están a salvo. Cada señal de llamada en un teléfono que no obtiene respuesta es un paso que nos acerca a la carnalidad más concreta del miedo. La voz que contesta de pronto tiene el metal tranquilizador de los que todavía pertenecen al reino de los vivos.
España es un país de mala memoria en el que abunda mucho la lucidez retrospectiva. Somos expertos en vaticinar con suficiencia lo que ya ha sucedido. A estas alturas seguramente no queda nadie que no crea haber sabido desde el principio que se trataba de un ataque de terroristas islámicos. Pero esa mañana, en las primeras horas, cuando se difundía la noticia, sonaban los teléfonos, crecía la contabilidad de los muertos, nadie tenía la menor duda acerca de los culpables de la matanza, y hasta parece ser que algunas voces madrugadoras ya se adelantaban a justificarla, alegando la dureza del conflicto en nombre del cual vienen celebrando o disculpando ya tantos crímenes. Los españoles tenemos una memoria corta y distraída, pero aun así no es fácil que se borre el recuerdo de tanta sangre derramada por los pistoleros del norte, de un acoso terrorista que arreció sobre todo no en la dictadura, sino cuando ya estaba plenamente establecida la democracia. Sabíamos que algo muy grave podía pasar, que desde hacía varios años los terroristas estaban planeando una matanza de grandes dimensiones en Madrid. Quisieron atentar contra la torre Picasso y contra la estación de Chamartín, y ya en alguna ocasión habían asesinado indiscriminadamente con coches bomba en barrios populares de la ciudad, igual que en 1987 habían matado a 21 personas en el Hipercor de Barcelona. Hay que recordar estas cosas. Y no sólo porque se injuria a las víctimas dejándolas a solas con su dolor y su memoria. También para que no se nos reblandezca la conciencia política, para no amortiguar nuestro asco hacia una forma conocida de terrorismo por el simple motivo de que ha irrumpido de pronto otra con una capacidad de daño y una vocación de muerte aún más decididas. Un asesinado no lo es menos porque otros doscientos inocentes no hayan muerto al mismo tiempo que él. La multiplicación del crimen puede embotar nuestro sentido del dolor, pero a ninguna persona que tuvo una cara y una vida, un nombre, una historia, se la puede borrar en la abstracción de una cifra. Como se dijo en Nueva York en el otoño de 2001, en las Torres Gemelas no habían muerto tres mil seres humanos, anónimos en el escándalo del número: había muerto un ser humano tres mil veces.
¿Aprendimos de verdad algo entonces? ¿Aprenderemos algo después de la matanza de Madrid, de la confusión desoladora de los días siguientes, del desenlace inusitado de las elecciones? En Madrid, igual que en Nueva York, se ha visto el trabajo admirable de muchos cientos de personas que han cumplido su deber con eficacia y coraje, con un sereno heroísmo civil. También hemos visto, con vergüenza, con asco, el oportunismo político, el sectarismo irresponsable, el impudor de quienes no tienen escrúpulos en prolongar sus diatribas partidistas y sus maquiavelismos de poder dejando a un lado la obligación suprema de honrar a los muertos y dar consuelo y apoyo a los supervivientes, y un sentido de concordia y firmeza a la ciudadanía. Recuerdo, en Nueva York, la dignidad y la entrega generosa de la gente, la entereza en medio de la adversidad y de la incertidumbre: también recuerdo la impúdica agitación de banderas agresivas y el provecho cínico que se procuró en el desastre la camarilla ultramontana y patriotera del presidente Bush, que gracias al 11 de septiembre logró que casi nadie recordara la escasa legitimidad de su triunfo en las elecciones. Después de varios días de luto agravados por la confusión, por una histeria no mitigada de final de campaña, me gustó el aire entristecido y sereno con que José Luis Rodríguez Zapatero celebró su victoria. Templanza y coraje nos van a hacer mucha falta en los próximos tiempos. Templanza y no blandura ni resignada capitulación, coraje cívico y no furia envenenada contra el adversario político. Y sobre todo nos hará falta saber distinguir bien entre el adversario y el enemigo, para no tener luego que lamentar amargamente un error que se haya vuelto irreparable
By: Joshua Tapia Atilano
Esta es la historia de una joven de [....], llamémosla Sara. De pequeña, Sara tenía miedo a la oscuridad, hasta que adoptó a un perro que le hacía compañía. Durante años, Sara dormía tranquila porque sabía que bajo la cama estaba su perro, y si tenía miedo solo tenía que extender la mano: entonces, el perro empezaba a lamerla hasta que se quedaba dormida.
Así pasaron los años y Sara se hizo adulta. Una noche, en la radio, escuchó que cerca de [....] estaba en busca y captura un asesino muy peligroso. Sara, acompañada de su perro, no tenía miedo: se metió en la cama, extendió la mano hacia el borde y el perro, como todas las noches, empezó a lamerla.
Durmió del tirón y, al despertar, le sorprendió que el perro no se hubiera cansado de lamerle la mano en toda la noche. O eso creía: al abrir los ojos, encontró al perro muerto sobre el suelo de la habitación. Bajo la cama, un hombre seguía lamiéndole la mano.
By: Joshua Tapia Atilano
Leonor se mudaba de nuevo. A su madre le encantaba la restauración, así que su predilección por las casas antiguas empujaba a la familia a llevar una vida más bien nómada. Era la primera noche que dormían allí y, como siempre, su madre le había dejado una pequeña bombilla encendida para espantar todos sus miedos. Cada vez que se cambiaban de casa le costaba conciliar el sueño.
La primera noche apenas durmió. El crujir de las ventanas y del parqué la despertaba continuamente. Pasaron tres días más hasta que empezó a acostumbrarse a los ruidos y descansó del tirón. Una semana después, en una noche fría, un fuerte estruendo la sobresaltó. Había tormenta y la ventana se había abierto de par en par por el fuerte vendaval. Presionó el interruptor de la luz, pero no se encendió. El ruido volvió a sonar, esta vez, desde el otro extremo de la habitación. Se levantó corriendo y, con la palma de la mano extendida sobre la pared, empezó a caminar en busca de su madre. Estaba completamente a oscuras. A los dos pasos, su mano chocó contra algo. Lo palpó y se estremeció al momento: era un mechón de pelo. Atemorizada, un relámpago iluminó la estancia y vio a un niño de su misma estatura frente a ella. Arrancó a correr por el pasillo, gritando, hasta que se topó con su madre. “¿Tu también lo has visto?”, le preguntó.
Sin ni siquiera preparar el equipaje, salieron pitando de la casa. Volvieron al amanecer, tiritando y con las ropas mojadas. Se encontraron todo tal y como lo habían dejado... menos el espejo del habitación de la niña. Un mechón de pelo colgaba de una de las esquinas y la palabra “FUERA” estaba grabada en el vidrio.
La familia se mudó de manera definitiva para dejar atrás aquella pesadilla. Leonor había empezado a ir a un nuevo colegio y tenía nuevos amigos. Un día, la profesora de castellano les repartió unos periódicos antiguos para una actividad. La niña ahogó un grito cuando, en una de las portadas, vio al mismo niño una vez más, bajo un titular: “Aparece muerto un menor en extrañas circunstancias”.
By: Joshua Tapia Atilano
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By Joshua Tapia Atilano Velocidad de propagación de las ondas de presión en un medio cualquiera. Adopta la denominación de velocidad del son...